“En el arte cuando hay oscuridad trato de buscar la luz y cuando hay luz, intento buscar los lugares de oscuridad”, señala María Dodera mientras confiesa que cuando se enfrentó por primera vez a este texto de Sergio Blanco supo que “la obra iba a incomodar”. Fue entonces cuando se empeñó en “llegar a la belleza”.
El resultado es concluyente: “como experiencia de creación, creo que es uno de mis trabajos mejor logrados” y en el que “quedé más conforme con el trabajo a nivel actoral”.
Slaughter parece ser una obra con múltiples capas de lectura ¿La percibís de esa manera?
Sí, es una obra con muchos niveles dramatúrgicos. Tiene el nivel de la cotidianidad de la pareja, el nivel del caos del afuera, el del efecto post-traumático de la guerra. Sergio Blanco lo escribió como consecuencia de la guerra del Golfo, pero puede ser el efecto de cualquier guerra o cualquier consecuencia post-traumática, por ejemplo de la pandemia. Para mucha gente esto que nos ha tocado vivir ha sido como una guerra interna. Ha colapsado; ha producido aislamiento. Por eso también es muy actual, porque nos lleva a una situación de fisura postraumática. Creo que estos tres personajes también son como un calidoscopio de espejos. De alguna forma todos podrían ser una misma persona en estado de shock.

¿Qué fue lo que más trabajaste con los actores en ese caleidoscopio de espejos?
Lo que traté de trabajar a nivel escénico es el “entre”. Es decir lo que no se dice, el “entre” del vínculo. En esta pareja hay deseo, hay un amor profundo del uno por el otro y una incondicionalidad. Eso en algún punto les permite a los personajes seguir y ver qué pasa en el continuar. Trabajé con la despersonalización que produce esa fisura que nos lleva a la cosificación. En este sistema somos cosas, no existe nadie. Entonces ahí surge una empatía por el otro, por el ser humano. Hay un halo de luz. En medio del horror, responde un sistema empático que también es parte de la sobrevivencia animal, que da esperanza para poder seguir.
En el texto están presentes todos los ingredientes de violencia de la sociedad: violación, aborto, violencia física, guerra, consumo de estupefacientes… Se va produciendo una sensación de agobio muy fuerte ¿Cómo trabajaste esa parte con los actores, teniendo en cuenta que luego habría un espectador en la butaca que tendría que atravesar eso?
Lo trabajé a través del amor. Creo que el amor es lo que puede salvar, es lo que da luz. Estábamos tan conectados con Sergio (Blanco) en este sentido que me pidió que le hiciera llegara una carta a los actores. Te voy a leer un pedacito que me encantó. La mandó para el día del estreno. Dice: “Fragmento de una conferencia y una invención o celebración del amor:
En la década de los 70 en la Universidad de Island de Kingston, cuando le preguntaron a la antropóloga Margaret Mead, cuál consideraba que era el primer signo de civilización en una cultura, su respuesta fue sorprendente. Margaret Mead no se refirió ni a las piedras de moler, ni a los recipientes de barro, ni ningún utensilio, sino que la antropóloga contestó que el primer signo de la civilización en una cultura antigua era un fémur que se había roto y que luego se había sanado. Y entonces puede recordar que ningún animal con una pierna rota sobrevive el tiempo suficiente para que el hueso sane, ya que al no poder desplazarse se transforma en carne de otras bestias. La antropóloga explicó que un fémur roto que se ha curado es la evidencia de que alguien se tomó el tiempo para quedarse con quien se cayó, vendó su herida, lo llevó hasta un lugar seguro y pudo sobrevivir. Desde que escuché esta conferencia, esta historia en la conferencia de Margaret Mead, que alguien acompañaba a alguien que se encontraba en dificultad, y ese es el comienzo de la civilización, entonces es posible afirmar que la primera tecnología que supimos encontrar los humanos para progresar no fue ni la rueda, ni el fuego, ni el anzuelo, sino el amor. Llegar al fin de esa conferencia con esta idea me gusta, el amor como tecnología me resulta algo no solo fascinante, sino sobre todo esperanzador, porque toda tecnología está destinada a superarse”.

Más de una vez subrayaste lo importante que es para vos la libertad a la hora de hacer teatro ¿Cómo trabajaste la libertad con los actores para construir la densidad que tienen esos personajes?
Fui con un método muy claro que creo que es totalmente gimnástico. Desde el día uno empezamos con lectura de mesa y de a poco fui poniendo consignas sobre los diferentes niveles narrativos. Trabajé con ellos con una libreta al lado en la cual iban esbozando sus sentimientos, sus analogías con su mundo interior, lo que a ellos les iba provocando la matriz lingüística. Traté de mantener siempre el pulso de la lectura. Quería trabajar desde el inconsciente, como lo hacen los dadaístas. Para que fuera liberador a sus sentimientos más primarios, más contradictorios y más humanos. Que también fuera como espejo de su mundo interior. Ahí es donde se encuentra la frontera entre persona y personaje. Lectura dramatizada le llamé. Entonces les saqué la mesa, no existió más, y empecé a hacer pequeñas marcaciones. La obra es sumamente económica, sumamente física. La puesta en escena está dentro de su cuerpo. Y después traté de poner los movimientos mínimos, solamente necesarios, verosímiles a la escena y al servicio de la escena. Ellos iban escribiendo. Operaron ahí desde el inconsciente sus sentimientos, sus espejos.

La sensación es que hay una gran desnudez en los personajes, casi como si no tuvieran ropa en sus cuerpos.
Exacto. Están desnudos. Todo se queda en la esencia. Por eso creo que es tan impactante porque logra tener la esencia del personaje, por momentos esa conexión con el alma de ellos. Como experiencia de creación, creo que es uno de mis trabajos mejor logrados, es decir que yo quedé más conforme con el trabajo a nivel actoral.
Como directora y con toda tu experiencia ¿qué desafíos te impuso este texto?
Llevar a escena el espejo de la humanidad con la mayor verdad. Borrar todo artificio. Porque muchas veces a la escena se la viste con diferentes artificios que operan como ayuda. Acá saqué todo artificio que me pudiera ayudar. Son grandes actores, grandes intérpretes y tenía la convicción que una vez que lograra que operara esta metodología, iba a ser muy natural. Y lo comprobé. Lo tomé como investigación personal y me va a quedar como aprendizaje. Trabajar al actor con la verdad máxima.

¿Esta metodología no la habías usado antes?
Tan así no. Siempre trabajo sobre los estados, pero más sobre la escena. Acá trabajé sobre la desnudez total. Siempre trabajaba más sobre la improvisación. Acá lo hice con la matriz lingüística dura y pura. O sea, sí tenía atisbos de esta metodología, pero no tan radical. Este texto me llevó a ciertas radicalidades. Para que sea creíble, para que suceda lo que está sucediendo, guste o no guste, perturbe o no perturbe. Nunca hice teatro cómodo, nunca. Yo sabía que esta obra iba a incomodar. Entonces lo que me propuse fue llegar a la belleza. Y esa es otra forma esperanzadora. Creo en el ser humano que tiene belleza. Se encontró la belleza de cada actor porque dio su alma y ahí está la parte de su libertad. En los intersticios de esa actuación surgió la belleza. La belleza poética de cada actor para crear metáfora y para también subsistir al personaje. El actor como escultor de ese personaje que es parte de su vida, al que le está dando carne, sangre, sudor y lágrimas, también quiere que sobreviva. Que de alguna forma el espectador le tenga algo de empatía, que su escultura sea amada, porque el artista necesita de ese aplauso final. Precisa ser abrazado.

¿Tuviste que contener a los actores en el proceso de construcción de sus personajes?
Evidentemente hubo momentos de fragilidad. Pero no más que en otros procesos. En todo momento hay pulsión de vida y muerte. Lo que traté desde el punto cero fue inyectar pulsión de vida. La creación es dar a luz. Siempre opera esa lucha en nosotros. Nos despertamos y estamos con las dos pulsiones. En el arte, cuando hay oscuridad trato de buscar la luz y cuando hay luz, intento buscar los lugares de oscuridad. Porque el escenario es el arte de lo contradictorio y ahí está la humanidad. En esta obra lo que traté desde el primer día fue abrir las ventanas de la casa, de sus almas, de mi alma, de la belleza diaria y del amor. Y trabajar en forma amorosa. Siempre lo hago, porque amo a mis actores, lo que hago y a mi profesión.
¿Cómo ves el público de teatro hoy? ¿Quien va a ver teatro en Uruguay?
Es un mercado chico Uruguay, no solamente para el teatro sino para todo. Pero está yendo más público diverso. Uno pensaba que la pandemia podía llegar a eliminar el público y no fue así. Se abrieron las puertas y los teatros están llenos. Veo más jóvenes en el teatro, desde los veintipico. También hay una tendencia de hacer menos cantidad de funciones. Es parecido a los toques, se llenan porque son ese día. No es como antes que las obras estaban tres meses en cartel.

Empezaste a dirigir en la década del 80 ¿Cómo era en esa época dirigir para una mujer y cómo es ahora? ¿Hay diferencias?
Creo que tenemos una lucha y que tenemos que seguir trabajando sobre el género. Ni hablar que hubo un cambio. Tengo dos grandes maestros que son Nelly Goitiño que me enseñó la ética, la estética, la elegancia, y el gordo (Alberto) Restuccia que fue mi gran maestro, mi padre artístico y que me dio esa libertad de no pedir permiso y de la lucha por la irreverencia a lo que sea. Restuccia nos empoderó mucho a las mujeres también. Eso que traés de tu casa te marca. En esa época no era tan fácil tener los teatros, por eso surgió la idea de ir a lugares no convencionales. Tenía esa libertad que me daba Teatro Uno. Decía “bueno, no tengo teatro, pero tengo la plaza”. “No tengo teatro, pero tengo la playa”. Por eso Teatro Uno para mí fue tan liberador. Ahora hay políticas públicas, hay un presupuesto para la cultura. La pandemia impactó en todos los sectores, pero el sector cultural es muy frágil, y ahí se vio la fragilidad. Por eso hay que seguir trabajando, no solamente por la equidad de género, sino también sobre otras fragilidades.
…
Entrevista: Moriana Peyrou
Fotografía: Melina Mota
Para Fundación Itaú Uruguay