Los objetos que Sagradini recicla y pone en contexto expositivo son signos de nuestra modernidad urbana. Por ejemplo, estos tubos de iluminación propios de la ciudad, de lo público, del exterior de las casas, del pasaje por la trama de la ciudad. Tubos de iluminación de los bares, de las estaciones de servicio, de las marquesinas de los cines y de los hoteles. Una narrativa de equis lugar, que puede ser cualquier lugar poblado en el que alguien debe enviar señales a otro para orientarlo al encuentro de un café, al alivio de un tanque de nafta, a la luminaria incandescente de la fachada de un teatro o de un cine que lo llevará a la sala oscura.
Contra la desorganización y la acumulación anárquica de las luces de la ciudad parece estar dibujada esta pared blanca iluminada con alegría —porque los suyos son signos que llaman al encuentro— por el verde, el rojo, el azul y el amarillo, colores primarios y no, colores cuya existencia depende de la tecnología de la luz eléctrica. Luz que es un invento de la modernidad, como lo fue la fotografía, el cine, el recinto del café, las grandes tiendas, el subterráneo, la máquina de escribir, el periódico. La lista de inventos que la tecnología del siglo XIX desarrolló para constituir la ciudad moderna es larguísima. Estos que nombro son apenas mi selección, convocada por Sagradini, de aquellos que armaban un derrotero de fruición urbana para el flâneur baudelairiano, que tanto estudió Walter Benjamin y que se convirtió en el personaje moderno por definición.
Porque a su manera Sagradini es un flâneur montevideano. De sus caminatas imagino que surgen los objets trouvés de la imaginación, no necesariamente reales.
Alicia Migdal