Ni los desafíos del gran formato, ni la flexibilidad de sus transiciones a pequeña escala, ni el despliegue de su contundencia gestual, ni la composición pautada por registros rítmicos simultáneos capaces de evocar modelos musicales barrocos como el del contrapunto —en líneas, formas, color y tono—, ninguno de estos rotundos rangos constructivos puede diluir o desdibujar la atmósfera numinosa, con pulsaciones de irrealidad fantasmal diría, creada por las obras de Analía Sandleris. En sus grandes paneles —los hay expandidos, conformando dípticos de casi dos metros de alto por más de dos metros y medio de ancho—, así como en sus obras chicas, secuenciadas por los 25cms invariables de alto, la trama visual compuesta, entre otros elementos, por gruesos trazos paralelos a pincelada cargada, así como también por la vibración de líneas finas/fibrilantes capaces de evocar surcos de sangre o su escurrido, crea espacios superpuestos interconectados, interdependientes. Así sea por asimetría, disparidad o yuxtaposición, difusamente inseparables. A menudo inscribe zonas de raspado o escritura sobre la pintura acrílica o sobre el ocasional lápiz acuarelable. Huellas son de la mano, trazas del ser, datos para el ojo. Acaso para el ojo que vendrá. Sus telas son palimpsestos (el método de trabajo le implica a menudo sucesivos retornos sobre la misma superficie) cuyas múltiples dimensiones —sugeridas— de temporalidad, sus atmósferas multitemporales, envuelve el pincel de Sandleris en traslúcidas, cuando no inquietantes, veladuras. Tal vez la impenitente migración/transmutación de legados, el receptivo afán de asimilar/transformar lo heredado y sus formas de perdurar, perderse y/o romperse, sean asuntos que informan la acechante contemporaneidad visual de esta muestra.
Tatiana Oroño