Los imaginarios juegos en el bosque que propone Claudia Anselmi no son nada triviales. Son juegos muy rigurosos. Conste que dije rigurosos y no serios, ni solemnes, ni circunspectos. La magia, el prodigio, excluyen siempre la presencia de esas hadas agrias que recién mencionase. La magia de la buena, la que nace de la maravilla y el asombro atravesando los hastíos de la realidad, nunca es seria. En todo caso, no es tonta, no perpetra prestidigitaciones baratas. El prodigio, ese estado esquivo que ilumina fugazmente el alma, nunca es solemne, nunca tiene que ver con pomposas galas ni con ceremoniales extraordinarios. Ocurren en los territorios tenues, casi inasibles de lo poético. (…)
Una de las notables ventajas de los juegos que ofrece Claudia Anselmi es que, además, los desdramatiza. La otra notable ventaja es la impresionante calidad hacedora con que Claudia Anselmi concreta esa espesura poética.
Con plena convicción, siente que la atmósfera saturada de ubicuos hechizos, de fabulas inventadas y reinventadas, de ficciones que cada contemplador debe volver a convocar en su imaginación, en su capacidad de soñar despierto, sería apenas una hermosa escenografía sin puesta en escena que la estremezca, que introduzca la invisible bruma de desamparada ternura. Resulta realmente increíble el grado de intensidades expresivas que logra en sus grandes vinilos monocopiados y luego cuidadosamente trabajados. La levedad de encajerías que tienen las aguafuertes y los fotograbados sobre metal, utilizando, en estos últimos y por primera vez, la técnica del fotopolímero. En tiempos donde la técnica ha pasado a ser un elemento secundario, este despliegue de bondades, de sutilezas en la sintaxis narrativa, de refinamientos en el valor de imagen, resulta una circunstancia casi milagrosa.
Alfredo Torres